Lecturas

Lectura N° 3

LA CONCIENCIA MORAL

Existe un uso del término conciencia propio de los procesos psíquicos de conocimiento, que designa el nivel de conocimiento o de advertencia del sujeto respecto de determinados procesos o hechos.
Cabe decir que no tenemos conciencia de la mayor parte de nuestros procesos fisiológicos. Por ejemplo, “perdemos la conciencia” cuando dormimos o cuando sufrimos un desmayo.
Pero hay en la ética otro uso específico del término conciencia estrechamente relacionada con el concepto de obligatoriedad y de norma. Conciencia designa un tipo de conocimiento que consiste en la capacidad de juzgar y distinguir lo que es bueno de lo que es malo, lo que debe ser hecho de lo que debe ser evitado.

Con frecuencia experimentamos una especie de juicio interior de aprobación o repulsa de lo que nos disponemos a hacer o de lo que ya hemos hecho: "esto que vas hacer es un robo, no debes hacerlo", nos parece escuchar. Todos tenemos la experiencia de tensiones personales como consecuencia de veredictos de esta clase.


TEORÍAS ACERCA DEL ORIGEN DE LA CONCIENCIA

El origen de la conciencia moral, es decir, como llega el ser humano a tener o adquirir esa capacidad de juzgar sus propios actos, es una difícil cuestión de la que se han ocupado filósofos y pensadores que han llegado a conclusiones bien dispares.

Hay quienes, desde una concepción sobrenaturalista, ven en la conciencia una expresión de la ley natural, reflejo de la ley de Dios, que "resuena" en la "voz" de la conciencia.
Reconocen en ella la capacidad natural del ser humano para descubrir intelectualmente los principios más universales del orden práctico y aplicarlos a casos concretos.
Los naturalistas, postura que coincide en parte con la anterior, destacan la importancia de la conciencia como criterio de juicio moral más próximo al individuo porque se basa en la naturaleza racional del ser humano. Esto explicaría la universalidad de ciertos principios morales básicos. Así, por ejemplo, la norma hacer el bien y evitar el mal nacería sin más del dictado de "la razón práctica": tendría un cierto componente innato en cuanto que el hombre tiende racionalmente al bien y el sentido de perfección aparece inscrito en la tendencia natural humana.
Dentro de las teorías no-naturalistas que explican el origen de la conciencia como algo adquirido por el ser humano a lo largo de su desarrollo histórico y social, cabe destacar:
El Marxismo, que afirma que la conciencia es reflejo de la lucha de clases y dice textualmente: "no es la conciencia de los hombres la que determina su ser, sino al revés, es su ser social el que determina su conciencia". Los individuos juzgan como buenos los valores que favorecen a la clase social a la que pertenecen.
El Sociologismo, que define la conciencia como voz interiorizada de los usos sociales. La sociedad impone al individuo no solo los valores morales sino el mismo sentido de la obligatoriedad.

A. COMTE y, sobre todo, E. DURKHEIM reducen el "hecho moral" al "hecho social" en el que se incluye la existencia de una presión externa al hombre proveniente de la sociedad en la que vive, que le impone al individuo el código de normas vigente en ella. Sólo sabremos si un acto moral es bueno si conocemos que se ajusta a la regla social.
El Psicoanálisis, cuyo fundador, el austriaco S. FREUD, afirma que la conciencia es resultado de un mecanismo cultural que tiene como finalidad la adaptación del hombre al medio y como resultado final, coartar el libre ejercicio de los instintos. Dicha conciencia se manifiesta como un sentimiento de culpa frente a determinados deseos o impulsos que, de realizarse, constituirían una seria amenaza para la convivencia social. Este proceso que ocurre ya en la edad infantil es el que hace del hombre un ser moral.
El Cognitivismo, corriente que ha experimentado una influencia muy notable a partir de los años 50. Se fija especialmente en los aspectos activos del sujeto y en la importancia que tiene el desarrollo del conocimiento. L. KOHLBERG, siguiendo los estudios de PIAGET, ha centrado su investigación en cómo van apareciendo en el individuo las estructuras de conocimiento que permiten el desarrollo moral.


LO MORAL EN EL "LENGUAJE ORDINARIO"

Si observamos el lenguaje común, comprobamos que con frecuencia utilizamos términos y ex presiones que pueden tener o no sentido moral, según el contexto al que se refieran: términos como bueno, malo, deber, conciencia, justicia, valor, norma y código son de esta naturaleza.

Por lo pronto, esto nos puede ocurrir ya sin más con el propio término "moral". Con frecuencia designa una situación o estado de ánimo.

Así, podemos decir de un estudiante que está con la moral muy baja, que está desmoralizado, es decir, que tiene dificultades para superar el estado de ánimo que le ha producido, tal vez, una mala calificación o un fracaso académico. Al contrario, decimos de un estudiante que siempre tiene la moral muy alta cuando, por mal que le vaya, sigue insistiendo en el estudio sin conocer el desánimo o la desgana.
Otro tanto ocurre en expresiones como me produjo un gran dolor moral, fue el ganador moral, en las que "moral" se usa en oposición a físico o real.
En esos casos, el término sirve para describir una situación o un estado de ánimo.
Sin embargo, en otros casos se emplea con un sentido valorativo de la conducta humana: mi moral no me permite hacer eso; no me parece moral hacer tal cosa; las razones que me llevan a obrar así son de índole moral.
En el primer caso, el término "moral" se refiere al código de normas al que quiere adaptar su conducta; en el segundo, se refiere a alguna actuación humana a la que califica de "inmoral", es decir, de no-acuerdo con el código moral. Esta diferenciación nos permite deshacer aparentes contradicciones como: “la conducta moral del señor X es inmoral". Esta valoración se hace en relación a un "código moral" o conjunto de normas reguladoras de la conducta moral.
Lo mismo ocurre con términos como bueno, malo, justo, debido; bien, mal, justicia, deber...
En general, estos términos carecen de sentido moral cuando califican a las cosas. Por ejemplo, comida buena, mal espectáculo; o, cuando, aun calificando a las personas o sus acciones, no se refieren a la persona como tal, sino a alguno de sus oficios o actividades profesionales: buen arquitecto, o conductor, o pintor, o carpintero, etc.

Tienen sentido moral, en cambio, cuando se refieren a la acción del hombre como tal, a su intencionalidad nacionalidad, y más seguro aún si califican al mismo hombre: hombre bueno, justo, honrado, prudente, solidario, de buenas costumbres o de costumbres depravadas... En estos casos estamos valorando su "carácter moral", es decir, su forma permanente, habitual, de comportarse en relación con la norma o código moral.
Cuando tienen ese significado, forman parte de afirmaciones o juicios como éstos: "hacer tal cosa es bueno", "hacer tal otra es malo"; son enunciados que prescriben deberes, como: "debes ir a clase". Sería el mismo caso si se nos plantean en forma la problemática o conflictiva, como: "¿es mi deber decir siempre la verdad o puedo mentir en determinadas ocasiones?", "¿debo ser justo aunque ello perjudique a mis amigos?" 

EL CARÁCTER CONSTITUTIVAMENTE ÉTICO DE LA PERSONA

Luego de haber alcanzado la madurez (normalmente al cruzar el umbral de la adolescencia), la persona acentúa su actividad interior en el conocer y en el obrar, y su actividad exterior en el hacer.
Conocer es un acto vital, inmanente, formalmente subjetivo pero intencionalmente objetivo. Vital porque es parte de la vida de la persona; inminente porque permanece en el ser que lo produce que es la persona misma; formalmente subjetivo porque es una actividad interna del sujeto, el que es consciente de que conoce y de lo que conoce; no así las demás personas, que sólo pueden conocer lo que el sujeto conoce si este de algún modo se lo manifiesta; es intencionalmente objetivo porque todo conocer tiene un objeto conocido, un objeto al cual se refiere.
El conocimiento en sí mismo considerado -el conocimiento teórico- constituye un enriquecimiento de la persona. Hablamos de las dos especies de conocimiento que posee el hombre: del sensitivo y del intelectual, pero sobre todo de este último. El conocimiento es el primer escalón de la sabiduría y a ésta aspira el homo sapiens, aunque tiene clara conciencia de que nunca logrará alcanzarla en plenitud; pero, como escribe San Agustín: La realización del acto humano es el obrar humano, que es por lo tanto, un obrar consciente, deliberado, libre, iluminado por el previo conocimiento; un obrar que será bueno o malo, según que se ajuste a los principios básicos de la moralidad. El hacer significa un actuar hacia el exterior del sujeto para crear cosas o modificar las existentes, como tal pertenece al campo del arte o de la técnica: Pero en cuanto obrar humano entra de lleno en la Etica.
En el conocer están las bases de la conducta ética. La persona, consciente de su dignidad, de su origen, de su destino, busca conocer los fines inmediatos y mediatos de sus acciones, la o las normas de moralidad a que esas acciones deben ajustarse para llegar al fin último propuesto, la índole del bien moral, el significado de conciencia moral y de sus posibles variables, el significado de la ley, de la obligación del deber y del derecho, de la libertad psicológica y de la libertad legal, de la ignorancia y del error en sus relaciones con la moral, etcétera.
El conocer humano es actividad plenamente intelectual. El obrar humano es actividad plenamente volitiva. Aquel hace las veces de fanal que ilumina el camino del obrar para que este sepa por dónde va y a qué va por el camino elegido. Hay más conciencia moral -buena o mala- cuanto mayor y más claro es el conocimiento que posee la persona. Por eso la ignorancia y el error dificultan muchas veces el proceder moral. De lo cual se sigue que cuanto mayor es la cultura de una persona, cuanto más amplia y profunda es su capacidad intelectual, tanto más seguros son los pasos de su proceder moral; pero no se sigue, de ningún modo, que será mejor su conducta moral.
Ni el exhaustivo análisis de la teoría moral, ni la experiencia propia y de nuestros semejantes nos da pie para aventurar la afirmación de que los más cultos son los mejores y de que los más ignorantes son los peores en sentido moral. Tal vez se detecten más delincuentes entre los ignorantes en el fuero legal, pero nadie podrá probar que lo mismo ocurre en el campo de la conducta moral, que es mucho más amplio.
Lo más oculto del hombre, lo más misterioso es la intención de sus actos; ese instante de la decisión, que casi no se mide con el tiempo, es lo más secreto que anida en el espíritu de la persona.
¡Y pensar que de un instante de decisión depende la vida o la felicidad de uno o de muchos hombres, la bondad o la maldad moral de un acto humano! Por muchos y muy profundos que sean los conocimientos, por intensa que sea la fuerza de la motivación, el hombre no decide en su acto interno arrastrado necesariamente por la evidencia que le dan sus conocimientos, ni por la fuerza con que lo sacuden los motivos, sino que libremente elige y decide lo que él quiere. ¡Ese es el privilegio, el riesgo asombroso de la libertad humana!
Aquí está la raíz del carácter constitutivamente ético de la persona: la libre decisión, acto interno de la voluntad, que puede traducirse, o no, en la acción externa del sujeto, no es el corolario lógico de un teorema analíticamente demostrado sobre las bases de férreas premisas de índole moral. Por esto resulta difícil la educación, la propia y la de los demás. Es mucho más fácil demostrarle a un alumno la verdad de un teorema de trigonometría (que no toca más que su esfera intelectiva), que demostrar la conveniencia de conducirse moralmente bien en una determinada situación concreta de su vida. En este último caso no entra en juego el asentir sino el consentir; el hombre -el área de su inteligencia- queda gratamente iluminado ante la evidencia de una afirmación; pero ante la persuasión o la disuasión, fundada una u otra en motivos de orden ético, el hombre -el área de su voluntad- decide libremente, y no siempre por la opción buena, ni siquiera por la mejor entre dos buenas.
Un cerebro electrónico no tiene problemas éticos, como no los tiene tampoco el animal irracional. Los seres en quienes funcionan procesos automáticos, determinados, no tienen problemas éticos: los tendrán, sí, técnicos o mecánicos. El único ser que se angustia por el problema ético, porque le acarrea permanentes luchas internas, es la persona, el ser humano.


DEONTOLOGÍA O ÉTICA PROFESIONAL

La Etica y normas para regular la conducta humana en general, cualquiera sea el estado, la edad, la profesión o el oficio del hombre.
Podemos hablar entonces de una Ética General. Pero es obvio que determinadas actividades humanas, como son, por ejemplo, las profesiones, generan en quien las ejerce obligaciones y derechos que no incumben a los individuos que no las ejercen. Así nació la Ética Profesional, modernamente denominada Deontología (del participio griego Deon = de lo que conviene) que, según sea la profesión a que se refiera, se llamará Deontología Jurídica, Deontología Medica, Deontología Docente, etcétera.
La Deontología no es una Ética aparte: es la misma Ética que desciende hasta las actividades concretas de cada profesión, especificando las aplicaciones que derivan racionalmente de los principios generales y tratando de conciliar estos últimos con las reglamentaciones que el Derecho Positivo suele imponer en cada país y para el ejercicio válido de cada profesión.

 

LA PROFESIÓN Y EL ENFOQUE ETICO

 CARACTERIZACION E IMPORTANCIA

La profesión, docente o no docente, se caracteriza por dos rasgos: el perfeccionamiento propio, del individuo como tal, mediante el ejercicio pleno de la actividad a la que libremente aplica sus energías espirituales y físicas, y el servicio social con el cual está relacionada toda profesión, de un modo muy especial la profesión docente.

Todo trabajo honesto dignifica al hombre, además de facilitarle los medios honestos para subsistir. Se puede decir que en la teleología de la existencia humana el trabajo tiene un fin, que no es otro que el desarrollo del mismo hombre, el desarrollo de todas sus facultades espirituales y corporales. La Tierra es para todos los hombres: para que nazcan en ella, para que vivan en ella y para que mueran en ella: "Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te convertirás", sentenció el Génesis. Respecto de estos tres momentos de la existencia es necesario ejercer el trabajo, porque nada está totalmente terminado en nuestro planeta. Ni siquiera en los años idílicos de la infancia de la humanidad hubo completa holganza, según lo demuestra el precepto bíblico: "Dios puso al hombre en el Paraíso para que lo cultivase y lo guardase".

Como el hombre no ha sido hecho para vivir solo, sino para vivir en sociedad y para la sociedad, el trabajo cumple simultáneamente una función personal y una función social. Sea remunerativo, o sin cargo, voluntario o involuntario, el trabajo extiende sus frutos al entorno personal de la persona que trabaja. Si el trabajo es honesto, sus frutos son un bien para la sociedad.

En este contexto no es exacto sostener que cada hombre trabaja porque lo necesita para subsistir; aunque no haya realmente necesidad, tiene que trabajar para darle algún sentido serio a la existencia.

El hecho de que sea inmensamente rico no lo exime de esta obligación, porque puede trabajar sin percibir paga, gratuitamente. Y de ese modo se hace un bien a sí mismo y hace bien a los demás.

El trabajo humano es virtud y ayuda a las demás virtudes: la ociosidad es un vicio y "es la madre de todos los vicios". El trabajo es útil para el individuo, pero también es un “servicio social". Estas consideraciones bastarían para que muchas personas que creen ser inútiles, que se sienten frustradas, trabajen de algún modo (y hay muchos) en beneficio de sus semejantes.

Por pequeño que sea el grupo social con mayor razón en una ciudad se hace indispensable la distribución de las tareas, necesarias unas, convenientes otras, que satisfacen los objetivos de toda comunidad humana que ha alcanzado un grado elemental de civilización. No todos pueden vender pan, no todos pueden vender carne, no todos pueden ser médicos, no todos pueden ser maestros, etc. Los oficios y las profesiones liberales son tanto más imprescindibles cuanto más compleja y más densa es la estructura de una población. La satisfacción de la subsistencia material inmediata (alimentos, viviendas, servicios públicos) depende de quienes ejercen oficios; la salud corporal es atendida por los profesionales médicos, enfermeros y farmacéuticos; para la solución de conflictos interpersonales están los abogados; para recibir una conveniente educación están los maestros y los profesores, etcétera.

El ejercicio de un oficio y de una profesión es trabajo; trabajo humano para seres humanos. La persona que ejerce un oficio o una profesión realiza un acto humano en beneficio de seres humanos. Por consiguiente, la connotación ética de los actos realizados por un profesional (o por el técnico en cualquier oficio) está marcada por una relación binaria en la que intervienen el profesional y el que solicita los servicios del profesional; por esta razón, si cualquier trabajo es como lo dijimos - una función social, el ejercicio de una profesión (o de un oficio) lo es "reduplicativamente". Pero además lleva implícito un "contrato", aunque no esté de por medio ningún acto jurídico, ningún documento escrito: el que solicita la atención de un profesional -con honorarios, o sin ellos- lo hace para que el profesional lo ayude en la solución de un problema: si el profesional acepta -con honorarios o sin ellos- ipso facto queda establecido un contrato, en el sentido en que lo hemos explicado, como relación bilateral. Quiero decir que el profesional que acepta atender al cliente, aun en forma gratuita, se obliga con ello a hacer todo lo posible por dejarlo satisfecho.

La Ética Profesional, que se denomina también DEONTOLOGIA, es una aplicación de los principios generales de la Ética a la actividad específica de cada profesión u oficio. Esencialmente no constituye una ciencia distinta de la Ética General; es sólo una derivación de ésta. Son tantas las nuevas e inesperadas situaciones que se presentan en el ejercicio de algunas profesiones, y tan profunda la solicitud de la Filosofía moderna por el respeto que merece la persona, que se trata de establecer, en cada especialidad, cómo ha de ser la conducta ética del hombre, en cuanto profesional. En otras palabras: el filósofo se pregunta qué condiciones morales se exigen en el profesional como tal y qué enfoque ético se les deben dar a esas nuevas situaciones. En esto consiste la DEONTOLOGIA (Deontología jurídica, Deontología médica, Deontología docente, etc.).

REQUISITOS PARA EL RECTO EJERCICIO DE LA PROFESION

a) Ciencia. Toda profesión supone conocimientos específicos en quien la ejerce; precisamente los que acuden al profesional lo hacen porque ellos no tienen esos conocimientos, o los tienen en grado elemental. Una base cultural más o menos amplia, como es la que se alcanza en los cinco o seis años de la Escuela Media, no es suficiente para dedicarse a la actividad profesional: es necesario seguir una carrera de tipo terciario (universitaria o no) para aprender, teóricamente y prácticamente, todo lo que atañe a la profesión que se ha elegido. El curso de los estudios, los exámenes aprobados y el título otorgado son el comprobante oficial de que la persona está preparada para ejercer la profesión. En cualquier país civilizado la ley castiga a los que se dedican a curar enfermos sin haber cursado la carrera de medicina, o sin haber terminado los estudios correspondientes ("ejercicio ilegal de la medicina"); a los "falsos" abogados e ingenieros se les aplica todo el peso de la ley cuando se comprueba que lucran con una actividad que les está prohibida. Y la ley castiga porque se trata de conductas inmorales, porque el falso profesional engaña a quienes acuden a él pensando que posee los conocimientos que ellos no poseen, porque (con mucha frecuencia) causan perjuicios a los desprevenidos clientes.

El título oficial, o privado, pero con validez oficial, es una garantía de la preparación científica o técnica del sujeto que lo ha obtenido. Sin embargo, bien sabemos que no todos los profesionales egresan con el mismo caudal de conocimientos; no todos acrecientan su saber después de su egreso; y si lo acrecientan, no todos lo hacen con el mismo ritmo; mientras unos se actualizan con cursos de perfeccionamiento, otros se anquilosan sin preocuparse de los descubrimientos logrados por la ciencia o por la técnica.

Por razones de ética (difícilmente puede la ley incursionar en este terreno) el profesional debe completar sus conocimientos, sobre todo en los primeros años inmediatos a su egreso; debe actualizarse no sólo en cuanto a contenidos sino también en cuanto a métodos y técnicas de procedimiento, según sea la índole de la profesión. El profesional debe saber y debe estar seguro de lo que sabe, para que el cliente pueda creerle; cuando se sorprenda a sí mismo en un error o en ignorancia, debe subsanar el defecto. Y si el defecto ha sido advertido por el cliente, el profesional debe admitir con toda honestidad su error o su ignorancia, aun con el riesgo de perder al cliente.

La incompetencia profesional no es otra cosa que la falta del minimum de ciencia; matemáticamente no es mensurable este minimum: no tiene sentido, por ejemplo, establecer que cinco mil o seis mil conocimientos acreditan un saber suficiente. Con un criterio flexible se puede pensar que no carece de conocimientos suficientes el profesional que sabe cómo resolver la mayoría de los casos comunes (no necesariamente "fáciles") que se suelen presentar en su especialidad. Los casos muy difíciles de resolver hay que ponerlos en la cuenta de la limitación humana; por lo tanto, la ignorancia (privativa invencible) y aun el error (invencible) son éticamente excusables. Cuando se trata de estos casos muy difíciles el profesional debe tener la humildad, la sana humildad de consultar a sus colegas. Si un eminente especialista en medicina consulta a otros colegas no tan eminentes como él acerca de un caso grave que se le ha presentado, suben los quilates de su conducta ética, y su ciencia no se desprestigia ante los ojos de nadie. ¡Cuántos males graves se evitarían en el campo de la actividad profesional si el orgullo personal se doblegara ante los valores éticos!

Cada profesión es una especialidad. No consultamos a un abogado por un malestar estomacal, ni a un arquitecto por un pleito de aranceles. Pero además el ejercicio de las profesiones modernas se ha sub-especializado por la variada gama de los problemas que se presentan. Es como si dijéramos que algunas profesiones se sub-dividen en sub-profesiones: hay abogados que se especializan en derecho penal, otros en derecho comercial, o en derecho internacional, o en locaciones; hay médicos cardiólogos, endocrinólogos, traumatólogos, pediatras, geriatras, etc. En estos casos hay una ciencia general, básica, que caracteriza a la profesión (la medicina, el derecho, etc.), y una sub-ciencia, derivada de la anterior, que profundiza y particulariza algunos de los conocimientos que están en la ciencia general. Pues bien: la Ética exige que el profesional no traspase los límites de la especialidad a la que se dedica, salvo en casos de emergencia, y advirtiendo al consultante que su especialidad no contempla el problema sobre el que se lo consulta. Cuando no se trata de una emergencia (urgencia), la actitud ética que corresponde es aconsejar al cliente que acuda a un especialista en la materia.

b) Idoneidad. Es la aptitud para ejercer la profesión. La ciencia, por muy vasta y profunda que sea, no implica en quien la posee aptitud para el ejercicio de la profesión. Aunque teóricamente el título es una habilitación profesional, es un aval de ciencia y de idoneidad, puede ocurrir que haya en la persona, antes de obtener el título, o después de obtenerlo, alguna falta de idoneidad que haga inmoral (no necesariamente ilegal) el ejercicio de la profesión. La falta de idoneidad antes de obtener el título impide obtenerlo, aunque se posea más que suficiente ciencia, en la profesión docente. Pero en otras carreras universitarias donde no se toma mucho en consideración el aspecto práctico del desenvolvimiento personal ante los demás, alguna falta de idoneidad puede no ser impedimento para obtener el título profesional. La falta de idoneidad después de terminada la carrera profesional es más frecuente, por el desgaste natural del organismo, o por hechos accidentales: el mal de Parkinson contraído a los cincuenta años por un cirujano lo hace no idóneo para operar: la pérdida total o casi total de la audición es una falta de idoneidad en el profesional de la enseñanza.

e) Vocación. Es el requisito más difícil de detectar objetivamente, por la simple razón de que es totalmente personal. "Vocación" significa "llamado" interno hacia un tipo determinado de actividad. Hay vocación para la docencia, para el arte, para la maternidad, para el matrimonio, para el comercio, para la vida religiosa, para la artesanía, etc. Y, naturalmente, hay personas que no tienen vocación para el matrimonio, para el comercio, para la docencia, etcétera.

La vocación, que es una inclinación del espíritu hacia una actividad que produce en el sujeto satisfacción y gusto generalmente supone CIENCIA e IDONEIDAD, pero no siempre es así. Hay personas que experimentan un llamado hacia la actividad docente, y cuesta convencerlas de que no son aptas por alguna razón; otras quieren dedicarse al canto, porque tienen un hermoso timbre de voz, pero no tienen oído musical. La ciencia a veces origina la vocación; otras, la vocación lleva a la adquisición de la ciencia, sin la cual el llamado no se convertirá en realidad.

La profesión (lo mismo que el oficio) es un medio de vida; es actividad lucrativa, es decir, con ella se obtiene lucro, ganancia de dinero, el cual se utiliza como medio para conseguir todas aquellas cosas que ayudan a conservar y a perfeccionar la existencia. Pero además -lo hemos afirmado y explicado- es un servicio para la comunidad, un servicio que revierte al propio sujeto que sirve, al profesional. Servir a los demás es un objetivo ético de la actividad de la persona; por ende, también lo es de cualquier profesión. Cuanto más culto sea el profesional y cuanto más sepa respecto de todo lo que de algún modo concierne a su profesión, cuanto mayor sea su aptitud para la clase de trabajo que ha elegido, cuanto más clara e imperiosa sea su vocación, mejor servirá a sus semejantes, mejor se realizará.

 Si lo único (o lo primero) que motiva al hombre para elegir su profesión u oficio es el lucro, está mal orientado; puede ser que acierte en un enfoque económico, en cuanto al porvenir de su posición social; puede ocurrir también que logre su plenitud personal, pero no es lo más probable. Si se orienta en primer término por su vocación y sus aptitudes, y ambas coinciden, sólo entonces podrá pensar si la profesión que elija lo sostendrá económicamente a él y a su familia. No se trata de elegir la profesión que dé más ingresos mensuales, sino la que satisfaga la idoneidad y la vocación de la persona y que, al mismo tiempo, proporcione ingresos mensuales holgadamente suficientes para subsistir. Así, es éticamente más aceptable, aplicada a los adolescentes de la Escuela Media, la Orientación Vocacional que la Orientación Profesional: aquélla debe indicar el camino a ésta, no a la inversa.

Esta forma de pensar, esta concepción ética no se ajusta mucho a las concepciones materialistas y positivistas de la actualidad, al afán de enriquecimiento rápido, al principio de "trabajar muy poco, emplear poco tiempo y ganar muchísimo dinero". Sin embargo, esta concepción ética respecto de las profesiones humanas es la única que ayuda a vivir en paz y a lograr la felicidad.

CUALIDADES MORALES DE LA PROFESION

a) Autoridad y responsabilidad. El profesional es una autoridad; no una autoridad en sentido político sino en sentido científico. Se llama autoridad en sentido científico a una persona que, en una determinada rama de la ciencia, posee un vasto y profundo conocimiento y tiene la virtud de la veracidad, que consiste en manifestar lo que se piensa. En otras palabras: una autoridad es una persona competente en un determinado nivel científico y es veraz. Los que conocen estas dos cualidades de una persona están dispuestos a creer lo que esa persona diga respecto de los otros temas. La autoridad es el fundamento de los actos de fe que una persona hace en cuanto a lo que manifiesta otra persona acerca de los temas que conoce.

Pero para que uno crea lo que otro dice deben darse simultáneamente las dos condiciones mencionadas: competencia en los conocimientos (ciencia) y veracidad en la manifestación de esos conocimientos (verdad moral). Una persona de gran profundidad de saber en física o en biología, pero de cuya veracidad se duda, no es digna de crédito, porque no se tiene seguridad de que, cuando responde a una pregunta sobre física o biología, dice lo que piensa. Si dudamos de los conocimientos del médico le perdemos la confianza: no acudimos más a él. Si no dudamos de su saber, pero nos hemos enterado de que suele mentir, de que no es habitual mente veraz, también le perdemos la confianza. De donde inferimos que la autoridad, así entendida, es una persona que tiene el "hábito" de saber y el "hábito" de ser veraz; y que no toda persona que sabe mucho es, sólo por eso, una autoridad. Es claro que el vulgo cree a aquel que sabe, sin investigar si es, o no, veraz; pero aunque no haga ninguna investigación, le cree porque supone que es veraz mientras no se le pruebe lo contrario.

Y el profesional debe ser una autoridad. Los que acuden a consultarlo, los que solicitan sus servicios lo hacen porque suponen que él "sabe" (si no, ¿para qué lo van a consultar?) y que les dirá lo que sabe, y que tiene seguridad de lo que les dice o meramente una opinión; y que si no sabe, les confesará llanamente que no sabe: con lo cual su confianza en él no desaparecerá ni disminuirá, sino que se aumentará, porque ven la autenticidad, la "veracidad" con que se comunica con ellos. Así procede un profesional que tiene Ética. Y así nos ratificamos en la persuasión de que es necesario el incremento y la actualización de los conocimientos específicos del profesional: así crece paralelamente su autoridad por el flanco de la inteligencia; y por el flanco de la voluntad también crece su autoridad si a los ojos de sus clientes va creciendo el prestigio de su veracidad, que es una virtud moral.

Cabe, entonces, una enorme responsabilidad ética y jurídica en el profesional; y más ética que jurídica. Porque algunos actos humanos del profesional acusan una irresponsabilidad que sólo es conocida por su propia conciencia moral, sin trascenderla; no están, por consiguiente, al alcance de la acción jurídica. La responsabilidad moral no se cimenta en las normas legales, ni en las sanciones jurídicas, ni en la imagen que el profesional proyecta con su actuación en la pantalla de la sociedad. El profesional que parece y aparece éticamente correcto, cuya responsabilidad es pública y notoria en el desempeño de sus actividades específicas, cumple con su deber, con el compromiso que ha contraído con los miembros de la comunidad, realiza un servicio social, aunque su irresponsabilidad moral, si algunas o muchas veces la hubo, no salga del secreto recinto de la conciencia. La imagen no queda alterada; pero la realidad, que es la persona misma del profesional, queda íntimamente vulnerada, consciente de que, en lugar de progresar hacia la plenitud del ser, regresa a los primeros estadios de su desarrollo humano.

Lo importante es señalar que, cuando el sentido de responsabilidad no echa sus raíces en la conciencia moral, el hombre, sea profesional o no, tiene muchas dificultades en mantener exteriormente la máscara de "responsable"; tal vez la mantenga durante un corto lapso, en una constante situación de violencia, con el temor de que salga a la luz la disociación entre el "dentro de" y el "fuera de” que se niegan mutuamente.

La conciencia de la responsabilidad no se adquiere al ingresar en el profesionalismo. El proceso largo y lento de la educación, en el que intervienen, completando los unos la acción de los otros, padres y educadores, incluye la formación de esa conciencia de la responsabilidad. Cuando se dice de un niño de cinco o seis años, que es un inconsciente, lo que se quiere decir es que es un irresponsable. Y, efectivamente, a esa edad lo es; no ve el alcance de lo que hace, de las palabras que pronuncia, de sus "desobediencias": por esa razón no existe en él propiamente el arrepentimiento, no capta la noción de culpa.

La responsabilidad va naciendo y creciendo con el desarrollo paralelo de la inteligencia y de la voluntad, sobre todo de esta última. El que hace el bien moral es responsable de lo que hace, porque la voluntad tiende a ese bien moral; y el que hace el mal moral también es responsable de ese mal que hace, porque la voluntad tiende al bien del que se aparta. En la profesión no hay otra responsabilidad: hay otra clase de actos humanos, distintos de los de la vida privada del individuo. En conciencia sabe el profesional lo que debe hacer y cómo lo debe hacer y cuándo lo debe hacer y dónde lo debe hacer; si descuida alguno de estos aspectos de su acción, o todos, es consciente de que ha obrado mal, de que debe dar cuenta a los damnificados de que ha obrado mal, o de que ha de reparar el mal hecho a los damnificados, aunque éstos no lo adviertan. Es una forma de cumplir con la virtud de la justicia.

Deber de justicia es, en el ámbito de la Deontología, el cumplimiento de todo aquello que el profesional promete hacer para satisfacer a su cliente; si hace todo lo que puede, cumple con la justicia, aunque no se obtengan los resultados apetecidos; si es negligente en preocuparse de lo que interesa a su cliente, comete injusticia en la medida de su negligencia.

b) La honestidad intelectual: buscar, aceptar, amar, vivir y transmitir la verdad. Como el objeto de la voluntad es el bien, así el objeto de la inteligencia es la verdad. La expresión "honestidad intelectual" designa una combinación de voluntad e inteligencia, puesto que "honestidad" es lo mismo que decir "bondad moral", y el adjetivo "intelectual" designa todo lo que es relativo a la inteligencia. De modo que la honestidad intelectual es la conducta moralmente buena en el ejercicio de la inteligencia. Toda persona debe ser intelectualmente honesta; pero necesitan más esta honestidad aquellos que tienen como profesión la actividad intelectual: investigadores, historiadores, escritores, docentes, conferenciantes, periodistas, filósofos y profesionales en general.

Buscar la verdad no significa otra cosa que conocer la verdad, entendida ésta en su acepción lógica (adecuación del pensamiento con la realidad objetiva). Los juicios de los hombres, que se reflejan en la palabra oral o escrita (conferencias, conversaciones, clases, libros, revistas, periódicos, etc.), son todos ellos -los juicios- ver daderos o falsos. El problema de la verdad, que ha preocupado al ser pensante desde la época de los presocráticos hasta nuestros días, es cómo conocer si un juicio emitido por una inteligencia es verdadero, o no. En principio sabemos que la verdad de un juicio consiste en la conformidad de su contenido con la realidad; y que la falsedad es la disconformidad del juicio con la realidad. Cuando piensas que llueve, y llueve; cuando piensas que no llueve, y no llueve, hay verdad en tu pensamiento. Cuando piensas que llueve, y no llueve; cuando piensas que no llueve, y llueve, hay falsedad en tu pensamiento.

 La única forma de comprobar la verdad de un juicio es confrontarlo -directa o indirectamente con la realidad objetiva. A veces es fácil esta confrontación; otras veces es difícil, o muy difícil. Pero al hombre le incumbe siempre buscar la verdad en los asuntos cruciales de su existencia; y al profesional, buscarla respecto de todo lo que está relacionado con su actividad específica. La búsqueda de la verdad se realiza en el plano del conocer. Las decisiones que se tomen después de conocida la verdad dependen de muchos factores, que son independientes de la verdad misma. Hay virtudes morales -entre ellas, la prudencia- que aconsejan en qué sentido debe tomarse una decisión; por desagradable que sea ésta, no hay que cerrar los ojos a la luz de la verdad, porque "la verdad nos hará libres".

Aceptar y amar la verdad es la reacción lógica y natural de quien ha buscado la verdad y la encuentra. La búsqueda es voluntaria; eso significa que uno la va a aceptar y la va a amar cuando la encuentre, y que se alegrará de poseerla, pese a las consecuencias de todo orden que se sigan del hecho de conocer la verdad. Muchas veces los perjuicios que trae consigo el conocimiento de la verdad induce a negarla, a ignorarla, como si fuera posible lograr con un acto de la mente que no haya sido lo que realmente ha sido, o que no sea lo que realmente es. Vivir la verdad es tomarla tal cual es: si va acompañada de la fortuna, alegrarse; si viene con la desgracia, levantar el ánimo, obrar con fortaleza, que es una de las virtudes morales.

Transmitir la verdad es honesto siempre que esa transmisión se ajuste a las normas de moralidad; porque, aunque la verdad en si siempre es un bien, los efectos de su conocimiento pueden ser a veces malos, física o psíquicamente, para aquellos a quienes se transmite. Aquí también la prudencia es la infaltable consejera. La afirmación de que siempre hay que decir la verdad es un sofisma. La única verdad, éticamente hablando, es que siempre que se deba decir la verdad, hay que decir la verdad. Si un profesional revela un secreto de su cliente a otra persona, dice la verdad y comete un acto inmoral y, además, ilegal. Si un funcionario policial le dice a una mujer que ha tenido un infarto el día anterior, que su hijo ha sido detenido por haber asesinado a una persona en la vía pública, comete un acto inmoral, aunque diga la verdad.

Si es verdad que no siempre hay obligación de decir la verdad, también lo es que hay obligación moral de no mentir. La mentira es la expresión oral o escrita destinada, por la intención del que la usa, a engañar a otra persona. Distinguen los autores tres clases de mentira: la mentira jocosa, que se dice por juego, por diversión; la mentira oficiosa, que se dice por interés de quien la dice, o de un tercero: la mentira dañosa, que se dice para perjudicar a un tercero. Decir algo que de hecho no se ajusta a la realidad objetiva, pero que es lo que el sujeto piensa, no es mentir, puesto que la persona es, en ese caso, veraz: manifiesta lo que piensa, aunque, sin ella saberlo, lo que piensa es lógicamente falso.

La mentira es intrínsecamente inmoral, dentro de una escala que va de lo escasamente malo hasta lo gravísimamente malo. La mentira dañosa es muchas veces una falta grave y hasta gravísima, según sean las consecuencias que de ese acto se sigan en perjuicio del prójimo. La calumnia, oral (en conversaciones) o escrita (en diarios o revistas o libros), es una especie de mentira dañosa; y por constituir un típico caso de injusticia, exige una reparación proporcional al daño infligido, como ocurre con el robo. La mentira dañosa es gravemente mala si hubo intención de causar un daño grave, aunque de hecho no lo haya causado. Lo peor que le puede suceder a una persona en el ejercicio de su profesión es que lo consideren mentiroso, con fundamento, en el medio donde actúa.

El profesional debe guardar el secreto de lo que sabe por su profesión. Si al ser interrogado acerca de la materia sobre la que versa el secreto, contesta: "No sé", su acto no es una mentira, porque (se supone) su intención no es engañar al que pregunta, sino darle a entender que no puede decirle la verdad sin quebrantar el secreto profesional. Toda persona medianamente culta debe saber que un "no sé" de un profesional significa que éste realmente no sabe, o que sabe, pero no puede decir nada por razones de ética.

Hecha esta salvedad, es claro que el profesional, como cualquier hombre, debe transmitir la verdad para ilustrar a sus clientes, para hacerles comprender el porqué de los pasos que da, las dificultades que aparecerán antes de llegar al fin, las probabilidades (muchas, pocas o escasas) del éxito de su empresa. El profesional debe ser franco con su cliente y no engañarlo (dilatando un proceso médico, jurídico o psicoanalítico, por ejemplo) por motivos de lucro. Así como algunas veces debe confesar su incompetencia para resolver una cuestión, también debe manifestar al cliente que no necesita ninguna atención profesional, que puede resolver solo el problema, si realmente ésa es la verdad.

Todas estas consideraciones señalan un camino de rectitud moral, una conducta ética que no debiera estar nunca separada de la actividad profesional. Vivimos una época en la que las graves situaciones económicas afectan no sólo a las clases menos pudientes de la sociedad, sino también a las clases profesionales. Médicos y abogados, que antaño tenían su propio y espacioso lugar de atención, se ven obligados hoy a compartir el mismo consultorio, alternando los días y/o los horarios de consulta. La clientela mengua en los estudios, consultorios y auditorías cuando hay escasez de dinero y desempleo, porque la gente acude al profesional sólo en los casos de urgente necesidad, y deja la solución de los problemas menos urgentes para tiempos mejores. Pero el profesional debe mantener, aun en esas circunstancias, su equilibrio ético; no debe tratar de compensar su ajustada situación económica utilizando recursos y tácticas que son, sin lugar a dudas, faltas de ética profesional.

TRABAJO Y BIEN COMÚN

La verdadera dignidad del hombre consiste en la práctica de las virtudes, que se adapta a cada situación personal y respeta el proceso de maduración individual. Las virtudes, siendo accesibles a todos, acortan distancias y eliminan conflictos entre grupos sociales y categorías profesionales: ni la edad, ni la miseria, ni la cantidad de tareas y ocupaciones, ni cualquier otra circunstancia, estado o condición social, impiden ser virtuoso.
Si hoy se habla tanto de ética del trabajo profesional es porque se es consciente de que, más aún que las injusticias propias de gobiernos totalitarios y de los abusos en el derecho al ejercicio de la propiedad privada, un trabajo separado de la moral alimenta formas refinadas de egoísmo individual y colectivo contrarias a las instancias del bien común. La competencia profesional, las dotes humanas, la organización del trabajo no constituyen un fin al que todo deba estar subordinado, pisoteando los derechos de otros y el bien de la sociedad. Las exigencias individuales del bienestar y de la felicidad no pueden, no deben entrar en conflicto con la práctica de la virtud en la que se cumplen normas objetivas, “impersonales”, que trascienden los intereses inmediatos subjetivos. La ética de las virtudes se opone a la ética de la codicia y del placer, no a la ética de la felicidad y de la realización personal. El reconocimiento o el prestigio de cualquier persona o corporación profesional no pueden por eso provenir sino de la práctica de las virtudes.
El hombre y la sociedad de nuestro tiempo ya no se definen y estructuran según criterios derivados de las tradicionales clases sociales, y menos según cambiantes condiciones objetivas de fortuna o de censo, sino sobre la base de la capacidad profesional y de trabajo conseguida, que garantiza una estabilidad y la adecuada recompensa, sea económica sea de prestigio social o de autorrealización humana. Todos aspiran a adquirir una capacitación profesional, a cuya consecución se dedican hoy muchas energías, a todos los niveles, en el sector de la formación profesional. No se juzga al hombre por sus acciones extraordinarias, sino en relación a su posición profesional, conseguida a través del ejercicio duradero de una determinada actividad. La dignidad del propio trabajo, cualquiera que sea, está estrechamente unida a la eficiencia, y por tanto a una específica profesionalidad, que implica poseer determinadas cualidades humanas y el ejercicio, de modo continuado y público, de una actividad socialmente útil y rentable, con la que conseguir los medios necesarios para vivir. De otro modo el trabajo se queda en algo propio de aficionados, un hobby, lo contrario de una conducta habitualmente organizada y, por tanto, potencialmente virtuosa. Cualquier profesión es, sobre todo, la actuación de un principio moral, el cumplimiento de la universal vocación del hombre a realizarse a través de un trabajo que se convierte -según la feliz expresión de Mons. José María Escrivá de Balaguer- en "quicio" de la vida espiritual y moral, quicio de todas las virtudes. El trabajo profesional ocupa, con esta perspectiva, un puesto central tanto a la hora de alcanzar el máximo nivel humano como en el desarrollo de la sociedad civil.
El actuar virtuoso y la profesionalidad tienen en común hábitos libremente elegidos y cultivados que, por su mutua relación emotivo-intelectual, son lo contrario de la rutina y del profesionalismo. Las virtudes morales alejan el peligro del automatismo en el trabajo y de la deformación profesional que se deriva de la repetición de normas y de actos propios de la profesión ejercida. El que practica la virtud de la laboriosidad «hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada» (J. Escribá, “Virtudes humanas”, en Amigos de Dios, n. 81). La virtud hace rendir al máximo la inteligencia y la voluntad que reúnen y ordenan, ennobleciéndolos, los impulsos de las pasiones. El trabajo profesional no se puede por eso reducir a simples condiciones estables de vida, a fuente de recursos económicos, ni se le debe colocar en una posición autónoma frente a la ética y a las estructuras sociales porque nunca es fin, sino medio. Es, primero de todo, realización moral de la propia personalidad, de los proyectos y de las aspiraciones nobles de cada uno; pero debe ser también expresión de solidaridad humana.

 

Si tenes dudas escribime a: mariteibarra@hotmail.com